jueves

SILICONA 3'14

Él pintaba. Eso no quiere decir que fuese un artista. Posiblemente no quiere decir nada. El hecho es que un día uno de sus cuadros se lo tragó. Pasaba horas enteras mirándolo. Decía que era su mejor obra. No dormía, no comía, sólo alimentaba sus sentidos con aquella lúgubre explosión cromática. Los colores del cuadro eran infinitos, desconocidos, irracionales... Todo el mundo quedaba fascinado por el cuadro, atraidos por la leyenda del pintor embrujado. Multitudes acudieron ante el cuadro fantasma. Y multitudes quedaron boquiabiertas, sin vivir, sólo admirando la fascinante obra.

Ya eran miles los zombis que custodiaban el lienzo. Algunos llevaban máquinas oscuras, portadoras de luces. Ante las masas aparecía un hombre barbudo, y por tanto sabio, que decía una parrafada sin sentido, nombrando nombres innombrables, justificando el extraño hecho, para después desaparecer. Poco a poco la gente comenzó a creer las explicaciones del hombre sabio y dejó de mirar el cuadro. Hasta el pintor dejó de mirarlo. Y después lo quemó.

El lienzo se hizo cenizas y las cenizas viento, y el viento sopló hacia otro lugar. El pintor siguió una carrera decente y acabó siendo un honorable ministro de cultura. Su primera labor fue prohibir la decadencia. Esto puso rejas en las manos, y los ojos, y los corazones. El ministro miraba su obra complaciente. Tan sólo se miraba en un espejo.
Un niño acarició la arena, creando formas insólitas. El viento inundó al niño que lo aspiró con toda la fuerza de sus pequeños pulmones. Entonces miró a la arena, y quedó embrujado...

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