sábado

CARTA DE AMOR AL CORAZÓN DEL INFIERNO

Qué amena fue la circuncisión del león marino a tu lado.
Deliciosos los cadáveres putrefactos,
como sandías secas agrietándose al sol.
Los papilomas reptantes.
Los fetos interrumpidos.
Los mejillones salvajes.
Los sacos de patatas llenos de pulgón.
Los ascensores bruscos.
El carmín de tus labios en el papel higiénico.
Los días moribundos.
Las macetas vacías, de un amarillo macilento.
Los vendedores de crece-pelos milagrosos y babuchas.
El marchito guardián del Santo Grial.
Las pesadillas húmedas tras las rejas oxidadas de tus ventanas.
La puerta del frigorífico, que nunca cerraba.
El frío de un amanecer en calzoncillos.
Las sombras, perdidas y sin nombre.
Los diagramas aberrantes.
Las hambrunas endémicas.
Las gafas de sol de plástico.
Las mentiras impresas en los carteles de productos adelgazantes.
Las radiaciones del microondas.
La ausencia de tu abrazo.
Y el tibio tictac de aquel reloj de pared estropeado, que siempre daba la hora bien.

domingo

O.

Minnesota, EEUU. Rondaba el año 81. Robert W. W. Putersmith nunca se preocupó demasiado por sus semejantes. Vivía rodeado por la abundancia. Dirigía un considerable fragmento del mundo desde su bufete de abogados en un elegante complejo de apartamentos de la avenida comercial. Un día el señor Putersmith descubrió que le había nacido un ojo en el medio de su despajada frente. Aquel extraño suceso le llenó de temor. Compró un elegante peluquín al estilo beatle y se dispuso a seguir con su trabajo. Pese a que cerraba los ojos, aquel nuevo añadido se resistía a dejar de mirar. Miraba cosas que él no quería ver. Era realmente molesto aquel ojo. Un cirujano plástico colega se resistió a extraer el ojo por riesgos médicos, de modo que el señor Putersmith se cosió el molesto ojo. Al día siguiente amaneció con dos nuevos ojos, en ambos lados del tronco. Volvió a coserlos. Y volvieron a aparecer nuevos ojos a medida que los cosía en los lugares más insospechados: axilas, rodillas, tobillos, muñeca… Finalmente se rindió y dejó de coser sus ojos. Desde entonces el paradero del señor Putersmith es un misterio. Clausuró el bufete y algunos testigos bastante fiables hablan de un espectáculo que deambula por los pueblos anunciando a la última maravilla de los monstruos de feria: el hombre de los mil ojos.

sábado

¡AL INFIERNO CON EL QUE VOMITÓ EN EL MEDIO DE MI BONITO RELATO!

Caminaba por la avenida. La avenida de azulejos rosas. Crescencio era feliz en ciudad sonrisa, a pesar de su nombre. Qué bonito era el paisaje. Cómo cantaba alegre y despreocupado el pajarillo en la ramita ocre. Cuan feliz aquel vecino recortando su césped. Qué alegría serena en el aire. Todo cantaba: la linda cuarentona de perfumado camisón color fucsia, el animado colibrí, el educado infante en su reluciente patinete, el apuesto yuppie con su maletín de piel… Todo era felicidad en aquel mundo de ojos azules y sonrisas blanquísimas. El cielo era azul y cristalino e inundaba las casas blancas. El ambiente era estable, una agradable brisa traía en sus brazos el olor de las flores. Las flores… las petunias, las margaritas, los tilos… su fragancia inundaba el pueblecillo. Todos sonreían al oler las flores, olían hasta en el wáter. En ciudad sonrisa la gente defecaba sonriendo porque todo olía a rosas. Crescencio se dio cuenta de que estaba en el lugar en el que quería pasar el resto de su vida: felicidad, estabilidad, paz, alegría comedida… todo rodeado por urbanizaciones de adosados y avenidas de losetas rosadas llenas de ciclistas sonrientes. De repente algo dejó de encajar. Había algo en medio de la calle. Crescencio se acercó. Parecía un vómito verde. Lo olió; después lo probó… efectivamente, era un vómito.

Algo nuevo creció en el estómago de Crescencio. La ira. ¿Quién se atrevía a vomitar en la mitad de su preciosísimo pueblecito? Su desgarrador aullido inundó el aire. Los niños se taparon las orejas, al igual que las alegres-no-menopáusicas-cuarentonas y los ejecutivos. Todos corrieron hacia Crescencio en cuanto dejó de gritar. Al ver la terrible mancha unos cuantos se horrorizaron, hicieron las maletas y marcharon a los límites de la ciudad. El resto se encargó de linchar y ahorcar a Crescencio. Tras esto todo volvió a la normalidad, rezaron a su Dios y se pusieron a cenar.
A la mañana siguiente fueron dos los vómitos que aparecieron. Crescencio colgaba de un viejo roble, con su piel desollada y empezando a acumular moscas, con lo que era poco probable que se hubiera desplazado hasta la plaza del pueblo para vomitar dos veces. Así, los habitantes de ciudad sonrisa buscaron culpables. Degollaron a todas sus mascotas y volvieron a sus casas a tiempo de bendecir la cena.

Otra mañana pasó, y tres vómitos más llegaron con ella. De modo que los felices habitantes de ciudad sonrisa decidieron empalar a todos los posibles culpables. Los ancianos de más de setenta años y los niños menores de cinco fueron atravesados por frías estacas de acero al atardecer.
A las seis de la mañana del día siguiente comenzó a llover vómito verde. Puede que la alegre fábrica de biblias de ciudad sonrisa hubiera acabado por destruir el ecosistema de la zona, ¡quién sabe! El hecho es que los anteriores seis vómitos sólo fueron un tímido aviso comparado con aquello. Ciudad sonrisa se deshizo en vómito y ya nadie sonrió.



domingo

HISTORIA DEL HOMBRE QUE COMÍA TIEMPO

Un hombre curioso, éste
Nunca dos veces en la misma escena.
Iba a cruzar la puerta, desaparecía,
y la puerta se cerraba.
Muy ocupado como para
respetar las normas físicas.
Comía el segundo plato
antes de que le trajesen la carta,
y siempre entradas para el cine
sin guardar nunguna cola.
El hombre comía tiempo,
aunque nunca lo supo,
demasiado ocupado
comiendo fragmentos de su vida.
No tenía tiempo para pensar.
Se dejaba pensar.
Los periódicos le pensaban.
Los leía de tres en tres.
¡Cómo perder tiempo!
Comía, desayunaba, merendaba,
cenaba, todo a un tiempo,
tenía un estómago de repuesto
y desagraba verlo engullir.
Por suerte se saltaba espacios temporales,
dejando descansar a mi vista de vez en cuando.
Se duchaba y defecaba a la vez.
Hacía la declaración de la renta mientras follaba.
Rezaba, se lavaba los dientes
y se desperezaba, mientras corría
adelantando al metro,
demasiado lento para él.
Aprovechando un fragmento por completar,
fue a recoger un impreso al ministerio.
Ahora se deja comer
por la burocracia y el tiempo...

sábado

ES DURO LLAMARSE ALFREDO

Yo. Yo era, digamos… un macho. Antes de morir al menos. Era un macho porque tenía más pelos en el pecho que cualquiera de mis amantes. Mis compañeros de penetraciones anales se sorprendían a menudo de mi hombría. 550 oscuros pelos nublaban mis pezones. También era muestra de mi hombría mi voz ronca. No mentiré se digo que en el televisor los hombres afeminados poseen la maldición de voces aterciopeladas, mientras que los hombres verdaderos tienen voces ásperas. Mi voz era profunda y casi, diría yo, siniestra. Claro que yo nunca llegué a oírla. Yo soy un artista. Como todo artista que se precie tengo un cuerpo grande, un torso de enormes dimensiones coronado por una diminuta cabeza. Mi cabeza es, sobre mi cuerpo, caricaturesca,, minúscula, ínfima, hasta tal punto que me olvido a menudo el paraguas cuando no llueve y lo saco cuando no hace sol, y nunca tengo migrañas, pues en tal pequeñez no caben cerebro y dolor a la vez.

Me gustaría contar lo que me pasó el último día que viví el mundo tal y como lo conocía. Era un sábado como otro cualquiera, así que entré en el lavabo a vomitar sangre y alcohol. Al arrodillarme frente a la taza del wáter vi a un hombre mirándome con ojos de neón. Yo le miré también, por educación, mientras me corría el vómito grisáceo por la comisura de los labios.
-Puedo mirar –dijo él-, ¿verdad? Me gusta. Me gusta tanto…
No supe qué decir en aquel momento, de modo que volví a expulsar bilis sintiendo su mirada inquisitiva. No podría decir que me molestase en ese momento, diría que incluso me provocaba una ligera excitación. El problema comenzó cuando empezó a sacar natilla de su ombligo, natilla que fue transformándose y tomando forma, primero sólo sacudiéndose como rama violenta, luego en reptil y finalmente en brazo humano, con tatuaje de “amor de madre” incluido, que me sostuvo en el aire varios minutos. Fue entonces, creo, cuando morí, al menos según mis prejuicios católicos. La natilla se adentró en cada poro de mi piel, penetrando y fragmentando mis órganos. El momento de la explosión produjo algo de sangre… al fin y al cabo era la primera vez que era violado por un alienígena. Después sólo quedé en el suelo, tornado a mancha negra, esperando la fregona.
La siguiente mirada que vi fue la de mi amigo.

-He tenido la noche más rara de mi vida –me dijo, con su natural perspicacia-. Me he reunido con la mitad de la quinta convención de antropófagos neozelandeses y nos hemos pasado la noche entre ritos satánicos, aullidos a la luna y todo tipo de vejaciones. Ha sido fantástico, me han orinado encima, me han arrancado algunos miembros, e incluso me obligaron a probar el pollo a la Pantoja. ¿Cómo lo llevas tú?
Yo no sabía que decir en aquel momento. Mi amigo estaba como siempre (salvo porque le faltaba el brazo izquierdo y en su lugar sólo tenía un desagradable y supurante muñón), mientras que yo era una mancha negra en el suelo de un lavabo público.
-Te veo raro –siguió Ernestino-. No me digas más, ¡te ha violado un alienígena y has acabado convertido en una mancha negra esperando la fregona. Siempre andas compitiendo a ver quién pasa la noche más loca, ricura. Esta vez te has superado.
Dicho esto se fue. Quise gritar, pero las manchas no tienen boca. En realidad no tienen nada, excepto mancha. Así que me resigné y esperé la llegada de la señora de la limpieza. Cuando llegó me fregó, me estrujó y me echó en un sucio cubo de agua de fregar. Entonces fue definitivo, morí.
Yo soy católico, como ya he dicho. Por esto no pude evitar sentirme estúpido al ver que me había reencarnado. Después, ya acostumbrado, me rasqué el lomo. Y es que es duro ser un perro con pulgas llamado Alfredo en una ciudad que no sabe que los perros tienen nombre. Es duro que te llamen Toby, Rufus, Roky, Kyara, etc. Ciertamente es duro llamarse Alfredo.



EL ÚLTIMO VIAJE DE KILYAN VICENTE

Se sentía sólo. Posiblemente más sólo de lo que nunca había estado. Era una noche más, él encerrado escuchando jazz austrohúngaro en su claustrofóbica habitación. Pensando en la misma mujer que creía poder olvidar cada dos meses, para luego volverla a rescatar en su mente tras cada nuevo enterramiento. Ella fue el mejor aperitivo que nunca había tenido, y el más indigesto también. Un día ella se marchó. Tal vez fuera porque Kilyan Vicente tenía cuatro brazos. Aunque se resistía a pensar que fuese tan superficial. Siempre le había mentido, ensanchando los brazos de su camisa, presumiendo de unos bíceps abultados. La mentira no duró mucho.

Con frecuencia Kilyan Vicente se sentía sucio, por eso se duchaba cada cuarto de hora. Poco más hacía, de hecho, pues al acabar de secarse ya volvía a necesitar lavarse. Aquella noche decidió limpiarse definitivamente. Limpiar su corazón del recuerdo de aquella mujer. Llenó el baño de agua caliente y espuma. Después rajó sus cuatro muñecas, abriéndolas con un cuchillo de cortar queso, dejando que la sangre siguiera su curso, expandiéndose hacia otro lugar. Le sobraba sangre, le sobraban brazos, le sobraba la vida, en esos momentos. Despacio, como siguiendo una ceremonia privada, introdujo sus cuatro manos en el agua y poco a poco se fue vaciando. El vapor se elevaba y el grifo expulsaba truenos líquidos. Agua inundaba de tentáculos escarlata, después sopa de tomate. La fuerza escapó de Kilyan Vicente. Hasta que todo se apagó.
Cuando el hombre de cuatro brazos despertó estaba en un paisaje esponjoso. Enfocó la imagen y vio a un ser turbio y por formar, con cuerpo de animal y cabeza humana.
-No has hecho bien –dijo la criatura-. Morir sin construir nada. Eso no está nada bien.
Kilyan Vicente no podía creer lo que estaba viendo, así que se partió un dedo. Al comprobar el dolor y que permanecía en el mismo sitio, sólo dijo:
-Seré idiota, ya me he roto otro dedo.
Después se limitó a seguir al ser por un pasillo de nube…

CARLITO, EL NIÑO POLÍGLOTA

Carlito era un niño afortunado.
Hablaba con su padre en castellano.
Con su madre, austríaca, en alemán.
Recibía sus clases en catalán,
excepto tres, que daba en inglés.
Una de sus tías era belga,
y hablaban en francés los martes.
Su amigo nigeriano le enseñó hausa
y mandarín un compañero chino.
Bengalí con el tendero Lipu.
Los miércoles y viernes,
clases particulares de italiano.
Veía canales griegos cada noche.
Hasta que tuvo el accidente.
Un hombre le avisó de que
el camión se le venía encima.
Pero el tiempo que tardó
en reconocer su idioma
en el complicado diccionario
que era ahora su cerebro,
fue demasiado largo.
Ahora habla hausa con su tía,
francés con su padre,
catalán con su amigo chino,
griego con el nigeriano,
inglés con el comerciante,
y con su madre ni habla.
Por sugerencia de su psiquiatra.