lunes

ALEGORÍA A LA MUERTE DE UN ZAPATO

-Eres el hortera con más estilo que conozco –dijo Kike, el camionero filósofo a Eurynome, un extravagante grasstropper de patillas fragmentadas, pantalones de campana y colgante reloj sempriterno.
-Te honra el halago.
Así comenzó la conversación. Como todas las tardes acabaría derivando en falos y vaginas. Eurynome se había casado hacía dos horas, la única diferencia que sentía era el anillo que comenzaba a apretar demasiado. Así que se lo quiso sacar. Cuanto más forzaba, más se hinchaba el dedo. Pronto los anillos se multiplicaron, rodeando, primero, todos los dedos del freak. Después sus extremidades, hasta que todo su cuerpo quedó rodeado por aros con estúpidas inscripciones. Kike, a su vez, se empezó a hinchar y su ropa explotó, incapaz d contener su grandeza. Tras esto marchó volando por los aires, hasta tocar la bóveda celeste en una sonora onomatopeya.

El anillado Eurynome pronto fue rodeado por serpientes de rostros femeninos. Los seres, de afilada e infinita lengüitud, decían continuamente:
-Una relación es un contrato verbal, un matrimonio es un contrato legal, la procreación es el contrato que justifica que los interesados realicen las anteriores uniones.
A Eurynome, cansado de la cantinela de víboras, las orejas se le hicieron molinillos de café, en los que machacaba todas las palabras que entraban, haciéndolas letras y luego sonidos dispersos y minúsculos y luego grano molido. Y, claro, no oía nada, pues todo llegaba machacado, lo sabio y lo necio. Cansado de moler Eurynome se hizo oruga. Babeó un poco y luego tornó a su estado normal al ver que las serpientes habían optado por la retirada (reptada, en su caso).

Y Eurynome, rodeado por dos árboles, alto e ínfimo, grueso y fiel, continuó su camino. Poco a poco, el sol fue cubriéndolo, agrandando su sombra y empequeñeciendo su propio cuerpo. El sol se apagó cuando Eurynome bailaba entre motas de polvo, liviano como el aire, libre como pájaro enjaulado. Se paró a pensar, hacía tiempo que no lo hacía… pasaba horas escribiendo cosas sin sentido o justificándose, pero nunca se paró a pensar.
La decisión era aparentemente sencilla y tremendamente complicada. Aquella noche Eurynome debía optar por la vida o su contrario. A su izquierda moraba la noche, a la diestra bailaba el día. La muerte era siempre más atractiva, era el enigma, lo prohibido. La vida te llenaba, pero Eurynome temía levantarse una mañana y encontrar que todo lo que le llenaba era su propio vacío. Así, una vez más, optó por la muerte. Bailó con ella hasta desfallecer y después besó la calavera de la mujer de negra mortaja. Acarició todo su esqueleto, violando todos sus huecos. Cuando Eurynome estuvo saciado dio un paso hacia atrás, sabía que la muerte era algo que no podía retener. De nuevo se enfrió el corazón de Eurynome y se refugió en el calor de la vida. Manoseando la opulencia de su carne, saboreando sus carrillos, sus gruesos labios, sus caderas. Se amó hasta el amanecer.

Despertó convencido de conocerse. Pero a cada paso que daba surgía algo nuevo que le decía que no sabía mirar a sus propios ojos. Entonces Eurynome llenó de saliva sus manos. Con la saliva hizo una esfera de plata, que introdujo en la cosecha. Eurynome aprendió a mirarse a los ojos, y a los ojos de la gente. La explanada tornó en avenida y de ella surgieron luces y desafíos al cielo. Pronto todo sería perfecto. Pero Eurynome se sentía sólo porque sólo era un zapato joven que se creía viejo. ¿Y de qué puede hablar un zapato que no entiende de fútbol?

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