Se sentía sólo. Posiblemente más sólo de lo que nunca había estado. Era una noche más, él encerrado escuchando jazz austrohúngaro en su claustrofóbica habitación. Pensando en la misma mujer que creía poder olvidar cada dos meses, para luego volverla a rescatar en su mente tras cada nuevo enterramiento. Ella fue el mejor aperitivo que nunca había tenido, y el más indigesto también. Un día ella se marchó. Tal vez fuera porque Kilyan Vicente tenía cuatro brazos. Aunque se resistía a pensar que fuese tan superficial. Siempre le había mentido, ensanchando los brazos de su camisa, presumiendo de unos bíceps abultados. La mentira no duró mucho.
Con frecuencia Kilyan Vicente se sentía sucio, por eso se duchaba cada cuarto de hora. Poco más hacía, de hecho, pues al acabar de secarse ya volvía a necesitar lavarse. Aquella noche decidió limpiarse definitivamente. Limpiar su corazón del recuerdo de aquella mujer. Llenó el baño de agua caliente y espuma. Después rajó sus cuatro muñecas, abriéndolas con un cuchillo de cortar queso, dejando que la sangre siguiera su curso, expandiéndose hacia otro lugar. Le sobraba sangre, le sobraban brazos, le sobraba la vida, en esos momentos. Despacio, como siguiendo una ceremonia privada, introdujo sus cuatro manos en el agua y poco a poco se fue vaciando. El vapor se elevaba y el grifo expulsaba truenos líquidos. Agua inundaba de tentáculos escarlata, después sopa de tomate. La fuerza escapó de Kilyan Vicente. Hasta que todo se apagó.Cuando el hombre de cuatro brazos despertó estaba en un paisaje esponjoso. Enfocó la imagen y vio a un ser turbio y por formar, con cuerpo de animal y cabeza humana.
-No has hecho bien –dijo la criatura-. Morir sin construir nada. Eso no está nada bien.
Kilyan Vicente no podía creer lo que estaba viendo, así que se partió un dedo. Al comprobar el dolor y que permanecía en el mismo sitio, sólo dijo:
-Seré idiota, ya me he roto otro dedo.
Después se limitó a seguir al ser por un pasillo de nube…
